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Concurso de Relatos Cortos Premio ESPECIAL DEL PÚBLICO: LAS UVAS DE LA DISCORDIA

Premio ESPECIAL DEL PÚBLICO: LAS UVAS DE LA DISCORDIA

PREMIO ESPECIAL DE PÚBLICO DE LA IV EDICIÓN DEL CERTAMEN DE RELATO CORTO 'PUEBLOS Y SABORES'

Título: Las uvas de la discordia

Autor: Lara Magdaleno Huertas

El camarlengo ordenó convocar a todos los cardenales del Vaticano de inmediato. La entrevista con el Santo Padre había sido breve pero muy clara. El Papa estaba disgustado en extremo y exigió una solución inmediata a su preocupación. 

-Eminencias- comenzó sin perder un minuto- les he reunido para hacerles partícipes de las preocupaciones del Santo Padre, de su enfado y de la necesidad de encontrar una solución. El Papa se ha quejado de la calidad del vino que se sirve en su mesa. En los últimos tiempos parece haber una disminución en la calidad de los caldos y les reta a que le consigan el mejor vino que exista sobre la faz de la tierra. Se espera de ustedes que, organizándose a su gusto, consigan hacer llegar los caldos más variados y seleccionen para su santidad el más adecuado. Ustedes y no los enólogos del Vaticano deben degustar y decidir. Confío en que estén a la altura de tan elevada misión- finalizó abrazando su rosario. 

Los murmullos no se hicieron esperar, los corrillos se definieron con rapidez, los influyentes comenzaron a teclear en sus móviles los números de las más afamadas bodegas francesas, españolas e italianas y toda la comunidad eclesiástica se puso a trabajar con el firme propósito de agradar al Santo Padre (y sumarse unos tantos en la carrera por las sandalias más cotizadas del mundo). 

Pasada una semana de la reunión con el camarlengo, las oficinas cardenalicias presentaban una actividad febril. Los más influyentes habían definido claras sus estrategias y los menos destacados habían conseguido apuntarse a alguno de los grupos de trabajo con el objetivo de conseguir algún rédito en caso de éxito. 

Sin embargo, había un hombre que se había quedado solo. Un sencillo sacerdote: el Padre Vigneron Barrica, encargado de custodiar las 2797 llaves del Vaticano. Gracias a su insignificante posición pudo saber que la mayoría de los cardenales habían optado por vinos franceses y decidió honrar el apellido de su padre centrando su búsqueda en España. Cruzó los Pirineos adentrándose en tierras españolas y a su llegada a Castilla y León, inmediatamente quedó prendado de una tierra de contrastes en la provincia de Valladolid, entre viñedos y extensos campos lineales. 

En la villa de Rueda solicitó alojamiento en una orden de religiosas locales donde fue recibido con honores al notificar que viajaba desde Roma por encargo del camarlengo del Santo Padre. Aquella noche, en la cena, las hermanas le ofrecieron una botella de vino sin identificación alguna. Estuvo tentado el sacerdote de rechazarla pues a pesar de su humilde posición en el Vaticano, había tenido oportunidad de degustar grandes caldos en los sobrantes de las botellas que consumían los representantes más elevados y sin embargo su humildad le llevó a probar aquel vino que le ofrecían. 

Pensó, sonriendo complaciente, que sería un vino sencillito, peleón incluso, sin más pretensión que aplacar la sed. Y como la soberbia es un pecado capital, por soberbio, el padre Barrica erró en su juicio. Al acercar su copa a la nariz, un complejo mosaico de notas se ensambló creando el olor perfecto. No podía (ni sabía) describirlo y era tal su perfección que temió que el sabor no fuera acorde a la nobleza del aroma. Receloso tomó un sorbo y al instante supo que aquel vino no era ni licoroso, ni generoso, ni aromatizado…tampoco era tranquilo y por descontado, no espumoso. ¿Qué era aquel milagro de sabores que no era ni dulce ni seco, de acidez equilibrada, afrutado y potente? Sin dudarlo un momento, preguntó a la madre superiora por aquel tesoro sin nombre. La mujer sonrió, agradeció el piropo al caldo de su casa y por toda respuesta, dijo,  -Secreto de la casa, padre. Bajo ningún concepto puedo revelar el secreto si no es a mi sucesora. 

El padre Barrica se quedó meditando la respuesta unos minutos. Le costaba aceptar aquel contratiempo pero tras cuatro copas le expuso a la religiosa la misión para la que había viajado. La Reverenda Madre le escuchó con atención y cuando éste hubo terminado reunió a su equipo de confianza en un aparte para exponerles la propuesta de expansión del negocio a la casa de San Pedro. 

Valoraron detenidamente las mujeres las ventajas e inconvenientes del proyecto. Sor Garnacha, la más vieja de todas, propuso aceptar sin reservas. A su entusiasmo se unió Sor Mencía, la más joven, originaria del Bierzo y la angelical Sor Malbec, una argentina de voz cálida y suave. Objetó algunas cuestiones la más cartesiana de las mojas, Sor Gewurztraminer pero Sor Albariña se apresuró a convencerla. 

Se decidió así por unanimidad que dos representantes de la congregación viajarían con el padre Barrica a Roma y cada una de ellas portaría la mitad del secreto de tan exquisito vino para dificultar la revelación del misterio. Se analizaron las cualidades de cada una de las candidatas y se eligió a la siempre madrugadora Sor Tempranilla y a la elegante Sor Chardonnay.  

Cuando la peculiar comitiva vinícola llegó al Vaticano se encontraron gran revuelo en los preparativos de las catas. Se estableció una organización basada en la importancia y la influencia de cada mecenas del vino por lo que al Padre Barrica se le adjudicó el último lugar. Se sucedieron maratonianas jornadas de cata que se alargaban hasta altas horas de la madrugada, con las consiguientes resacas, y para cuando llegó la oportunidad del último candidato, toda la representación papal estaba hepáticamente maltrecha y gustativamente empachada.  Aun así, se recibió convenientemente a la comitiva y el Papa no ocultó lo gracioso de aquel trío de representantes: Barrica, Tempranilla y Chardonnay. 

Se disponía el pontífice a beber el vino escanciado cuando le fue arrebatada la copa por el Mayor de la Guardia Suiza que observaba discretamente en un segundo plano. El suizo mostró su desconfianza ante aquella botella sin etiqueta y para evitar un envenenamiento, decidió catar él mismo el vino antes de ofrecerlo al pontífice. Necesitó apenas unos segundos para tener una idea clara del caldo que portaban aquellas mujeres y sin decir una palabra se lo tendió al Santo Padre, que tras probarlo, mandó acercarse al camarlengo para susurrarle su decisión al oído: aquel vino era la bebida escogida. 

Se informó a continuación a las monjas de que al día siguiente tendría lugar la ceremonia oficial de selección de aquel vino como caldo oficial del Papa, momento en el que debían explicar su elaboración y composición. El padre Barrica estaba angustiado. Por su vanidad aquellas mujeres estaban a punto de perder el secreto guardado durante años. A la mañana siguiente, Sor Tempranillo y Sor Chardonnay fueron conducidas a los despachos papales donde se habían reunido los representantes del cuerpo cardenalicio, más por envidia que por verdadero interés en saber de aquel vino maravilloso. El padre Barrica ya las esperaba en un rincón. Presentaba unas ojeras purpúreas dignas del mejor Rioja jamás embotellado, producto de su noche en vela rezando porque un milagro se produjera y aquellas monjas no tuvieran que confesar la composición de aquel vino divino. 

Se leyeron a continuación las disposiciones en que se fundamentaba el derecho (por llamarlo de algún modo) de la curia romana para apoderarse del secreto de aquella congregación representada por Tempranillo y Chardonnay. De inmediato se iba a proceder al trámite y en justa compensación se preguntó a las mujeres si se las podía complacer en algo. Sor Chardonnay tomó la palabra sin atisbo de temor ante aquella nutrida representación masculina entre la que se mascaba, de todos los pecados capitales, la envidia y la soberbia como los más frecuentes. Solicitó la monja, para ella y su hermana en Dios, la confesión por parte del Papa, para aliviar su conciencia de la vulneración del secreto. Se escuchó un murmullo de risas contenidas seguidas de miradas de compasión por parte de los cardenales mientras el camarlengo comentaba la petición con el Santo Padre. 

Apenas se ausentaron unos minutos, pues escaso era el conjunto de pecados a confesar. Salieron las dos hermanas triunfales y el Santo Padre sonriendo tras ellas. Tomó este último la palabra para dirigirse a sus admiradores purpúreos y pudo ver en ellos la codicia de sus ropas blancas.  

-Hermanos, agradezco a todos vuestra presencia. Ya podéis retiraros pues ya se ha transmitido el secreto del vino de las monjas- dijo el Papa. De inmediato se desató un murmullo incómodo entre los presentes y tomó la voz un cardenal destacado, monseñor Oporto -Santidad, disculpad nuestra intromisión, pero ¿cómo dar por válido un acto del que no hay testigo alguno? No insinuamos que se haya producido ninguna irregularidad pero… ¿qué certeza hay de la confesión de las hermanas?- pregunto malicioso el destacado cardenal. 

El Pontífice lo miró con benevolencia antes de posar su mirada divertida sobre las mujeres.

 -Las hermanas se han acogido al secreto de confesión, cardenal Oporto. ¿Algo que objetar?- preguntó el Papa riendo abiertamente.

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