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Concurso de Relatos Cortos Premio RINOCERONTES Y MARIPOSAS: LA CUBA

Premio RINOCERONTES Y MARIPOSAS: LA CUBA

PREMIO DE LA ESCUELA CREATIVA RINOCERONTES Y MARIPOSAS

Título: La Cuba

Autor: José Luis Baños Vegas

 

—¡Pardiez que sin duda alguna se trata de un verdadero desatino! —exclamó Beltrán mientras se metía entre pecho y espalda un plato a rebosar de atascaburras.

—¿A qué se refiere vuestra merced? —contestó Pío el Matagatos, el orondo y risueño dueño de la taberna, que se había acercado a la mesa portando una nueva jarra de vino. 

—A la desmesurada cuba, de quinientos cántaros de cabida, que algunos vecinos han fabricado durante varios meses y transportado esta misma mañana hasta la plaza de esta villa de Rueda. Y lo más singular del caso es que, al parecer, piensan llenarla con el vino dorado que paren los majuelos de estas tierras y que, para mayor inri, las gentes de aquí entregarán de bóbilis, bóbilis; como si a esos botarates les sobraran los cuartos.

—Piense vuestra merced, señor Beltrán, que todo eso se ha hecho para obtener los dineros suficientes con la venta de ese excelente caldo y así poder levantar una ermita que, si el Supremo Hacedor a bien lo tiene, estará bajo advocación de su amado hijo, Jesucristo, y que las gentes de estos lares ya han comenzado a llamar «de la Cuba».

—Presto comienzan a darle nombre a la ermita cuando todavía no disponen ni de un mísero ardite para poner la primera piedra. Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca. Claro que tampoco es de extrañar con tantos meapilas que hay por ahí, comenzando por vos, que, para empezar, presumís de que os bautizaron con nombre papal. Pero para mí, que por algo me llaman el Sindiós, no deja de ser una necedad como cualquier otra. 

—Tened presente, señor Beltrán, que dádivas quebrantan peñas y la fe mueve montañas.

 

—Paparruchas. Recordad que tras la cruz está el diablo. Claro que allá se lo hayan y con su pan se lo coman.

 

Durante los siguientes días, muchos vecinos de esta villa llevaron hasta la plaza distintos recipientes llenos del vino dorado que ellos mismos elaboraban tanto en grandes bodegas como en otras más modestas excavadas bajo sus casas, y que se obtiene a partir de una uva llamada verdejo que trajeron los mozárabes cuando, milenios atrás, poblaron estas tierras pardas, pedregosas y de fácil laboreo que se hallan regadas por el caudaloso Duero y sus afluentes Trabancos, Zapardiel y Adaja. Con el contenido de esos recipientes, y tras colocar una escalera de madera de bastantes codos de longitud que llegaba hasta la misma boca de la gigantesca cuba, fueron llenando poco a poco esta. 

Algunas jornadas después y ante tan singular novedad, gentes de otras poblaciones, comenzando por la cercana e importante Medina del Campo, se desplazaron tanto en sus cabalgaduras como en carros y carretas hasta la mencionada villa para observar una cuba de semejante tamaño y, de paso, hacer acopio de ese reconocido caldo que se vendía a un módico precio. 

—¡Rediez! Jamás había visto tanta gente en este lugar y yo sin desayunar —dijo Beltrán a Pío el Matagatos una tarde en que la taberna estaba hasta la bandera—. Está claro que os ha venido Dios a ver, o quizá Satanás, con lo de los muchos visitantes que hasta aquí llegan para contemplar la cuba de la plaza.

—Acompañadme hasta la mesa de la cocina, pues asaz de desdicha es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado —dijo el tabernero. 

 

Ambos se sentaron a la mesa de gruesa madera mientras la mujer y las hijas del tabernero iban de acá para allá llevando comida y bebida a la mucha clientela.

—Por ser vos, amigo Beltrán, hoy puedo ofreceros olla podrida, gazpacho de pastor, estofado de cabra o palominos escabechados. Claro que si preferís gato asado... 

—¡Por mi vida que no manducaré carne de minino mientras pueda comer cualquier otra! 

—Eso es porque no habéis probado mi receta, dejada manuscrita el pasado siglo por un renombrado guisandero y que, más o menos, dice así: «El gato que esté gordo tomarás y degollarlo has. Y después de muerto, cortarle la cabeza y echarla a mal. Luego, desollarlo, abrirlo y limpiarlo bien harás. Después envolverlo en un trapo de lino limpio y enterrarlo debajo de tierra, donde ha de estar un día con su noche para luego ponerlo en un asador. Comenzado a asar, untarlo con buen ajo y aceite y azotarlo bien con una verdasca. Y esto se ha de hacer sin desfallecer hasta que esté bien asado, momento en que se cortará como si fuese conejo o cabrito. Seguidamente, se pondrá en plato grande y se tomará del ajo y del aceite para hacer un caldo bien ralo que se echará sobre el gato. Y podrás comer de él porque se trata de una muy rica vianda.»

—A otro perro con ese hueso, Pío. Lo que no entiendo es que alguien en sus cabales prefiera comer minino, por muy bien preparado que esté, en vez de cabra, vaca, liebre, conejo, palomino o cualquier otro manjar. 

—Os confesaré, amigo Beltrán, una propiedad extraordinaria que posee este exquisito plato si, claro está, es cocinado siguiendo de pe a pa los pasos de la mencionada receta.

—¡Por todos los diablos! ¿A qué os referís?

—Pues a que el asado de gato aviva en gran medida el apetito sexual.

—¡Ja, ja, ja! Donde menos se piensa, se levanta la liebre; o mejor dicho: el gato. 

—Es mucha sandez la risa que de leve causa procede. Podéis reíros cuanto os plazca, pero pensad que el mundo por dos cosas trabaja: la primera por tener mantenencia, la otra por tener juntamiento con hembra placentera.

—Razón tenéis en esto último, Pío.

—Lo que indica que cuando las gentes conozcan que mi asado de gato potencia el deseo de ayuntarse con hembra o varón, querrán probarlo sin demora y esto nos acarreará, además de dineros a raudales, no poca fama.

—Yo no lo daría a conocer hasta siquiera saberlo con total certeza. Además, habéis de saber que Valladolid y sus tierras ya tienen suficiente fama en el mundo entero sin necesidad de vuestro plato de minino; o al menos así lo reconoció hace ya bastantes lustros Andrés Navagero, embajador de Venecia en la corte de Carlos V, cuando dejó manuscrito algo tan real como que: «Es la mejor tierra de Castilla, abundante de pan, carne y vino y de todas las cosas necesarias a la vida humana; así por la fertilidad de su terreno como porque los pueblos de alrededor son así mismo fértiles y surten a Valladolid de todo lo necesario…»

 

Algunos días después de esta charla, Beltrán el Sindiós, receloso por naturaleza de todo lo concerniente a alimentos milagrosos, acompañó de mala gana a Pío el Matagatos hasta la cuba de la plaza, a cuyo interior este último arrojó, en plena madrugada para que nadie lo viese y tras subirse a la alta escalera de madera, varios gatos previamente cocinados en la taberna. Y es que él ya llevaba tiempo madurando la idea de que el alcohol de tanto vino allí almacenado, al mezclarse con el asado de minino, potenciaría aún más la libido de los bebedores.

Fueron pasando los días a lomos del indomable corcel del tiempo y las ventas del caldo dorado contenido en la cuba de la plaza aumentaron notablemente debido a que este adquirió más cuerpo y un gustillo mucho más agradable al paladar, lo que dio lugar a que con esos dineros conseguidos comenzasen a levantarse los cimientos de lo que algún día sería una hermosa ermita dedicada al Crucificado. Claro que por aquellos días, y sin que las gentes se explicasen la causa, también se incrementaron en gran medida las visitas a las distintas casas de mancebía de esos territorios. 

—Quizá haya sido peor el remedio que la enfermedad —dijo a media voz Pío el Matagatos a Beltrán durante una de aquellas mañanas en que ambos se encontraban sentados a la mesa de la cocina de la taberna degustando unos torreznos recién fritos. 

—¿Por qué lo decís? —inquirió Beltrán. 

—Porque no era mi intención emplear la receta de gato asado para agravar el vicio y la concupiscencia de los moradores de todas estas poblaciones.

—Habéis de saber que en este mundo cada oveja se cansa pronto de su pareja, y de ahí viene lo del fornicio. Además, creo que vuestro Dios no os lo tendrá en cuenta porque, a decir verdad, os habéis convertido en el mayor artífice de que se haya iniciado la construcción de la ermita. 

—Pues para celebrarlo, os invito a manducar unos sabrosos conejos asados con ajo y aceite, y que, como es de ley, acompañaremos con varias jarras del vino dorado elaborado en mi propia bodega.

 

Cuando esa misma tarde Beltrán el Sindiós se dirigía hacia su morada, le entraron unas ganas desmedidas de visitar cuanto antes la mancebía más cercana. Fue entonces cuando pensó en los supuestos conejos manducados en la taberna de Pío el Matagatos, y una leve sonrisa se dibujó en su rostro de sollastre.

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